8. Imitar a Dios (Dt. 28:9)
“Te
confirmará Jehová por pueblo santo suyo, como te lo ha jurado, cuando guardares
los mandamientos de Jehová tu Dios, y anduvieres en sus caminos”
Una
vez que se ha reconocido la existencia de Dios, que se la identificado como
uno, que se entiende la necesidad de
amarle por sobre todas las cosas, y que por ende se le teme, que en función
de esto queda clara la noción de servirle, y consecuentemente seguirle, y que
los compromisos y declaraciones que uno haga debe hacerlos en Su nombre, lo que
sigue, en lógica consecuencia, es buscar imitarle.
Desde
el mismo principio de la historia de la humanidad, la intención de Dios fue la
de conformar una familia a Su imagen y semejanza (Génesis 1:26), la principal
condicionante para ello es que eso se diera de manera libre y voluntaria por
parte del hombre, para ello había dos opciones: el camino del aprendizaje que
deviene de la sujeción a Dios y Su Verdad y el camino, doloroso por cierto, que
deviene de la propia experiencia (Génesis 2:16-17). La elección de esta última
opción por pare de la humanidad no trastocó el plan de Dios sino que inició un proceso
donde Él seguiría obrando conforme a Su voluntad para cumplir lo que
originalmente se planteó.
Ese
proceso implicaría no dejar sola a la humanidad sino interactuar con ella para
seguir, en el doloroso proceso que la misma eligió, presentando las mismas dos
opciones que inicialmente se le ofrecieron para que, quienes optasen por obedecerle
y seguir Sus caminos pudiesen llegar a reflejar Su mismo carácter perfecto y
santo.
Todas
las instrucciones, toda la revelación, todos los ritos dados por Dios a lo largo
de la historia de la humanidad levan ese fin, más sin embargo había un problema:
Él es perfecto y santo y como humanos imperfectos y pecadores no teníamos un
ejemplo que nos permitiese ir amoldando nuestra personalidad, nuestro carácter,
nuestras ideas.
Más
sin embrago, en la plenitud de los tiempos, Dios envió a Su Hijo, Jesus, como
nuestro hermano, como nuestro redentor, como primicia de las promesas: “Haya,
pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo
en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma
de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se
humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses
2:5-8).
Cristo,
la imagen del Dios viviente (Colosenses 1:15), es el ejemplo claro, concreto,
tangible de aquello que estamos llamados a ser. Por eso Juan exhorta a los cristianos de todos los tiempos escribiendo
“El que dice que permanece en Él [Cristo], debe andar como él anduvo” (1 Juan
2:6), ¿y cómo anduvo Cristo? “Como el Padre me ha amado [dice Cristo], [así]
también yo os he amado; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos,
permaneceréis en mi amor, así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre
y permanezco en su amor. Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en
vosotros, y vuestro gozo sea perfecto” (Juan 15:9-11), esto, como dice Pablo,
hasta que sea formado Cristo en nosotros (Gálatas 4:19) y “lleguemos a la
unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, a la condición de un
hombre maduro, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efesios
4:13).
El
mandamiento contemplado en las leyes mosaicas de imitar a Dios sigue vigente,
más sin embargo en la actualidad contamos con el ejemplo perfecto y santo de la
vida de Cristo, Su testimonio, el cual, aquel que desea ser considerado
llamado, elegido y fiel (Revelación 17:14) debe mostrar en su vida (Revelación
14:12) para que reflejado el carácter perfecto y santo del Padre, ser considerado
hijo de Dios.

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